Cuando pensamos en Napoléon de niño, por ejemplo, lo imaginamos ya, desde la cuna, dotado de un carácter imperioso y decidido y buscamos en sus pequeñas travesuras infantiles al conquistador de Egipto y al emperador de Europa. Eso es una “entelequia”.
Lo mismo pasa cuando pensamos en la crisis de entreguerras que llevó a las matanzas de la segunda guerra mundial. Temblamos al recordar la ascensión de los fascismos sin comprender que eran muy pocos los que en 1922 o en 1933 temblaban ante Mussolini o Hitler. En los años 30 del pasado siglo Mussolini no era Mussolini, encarnación del totalitarismo, ni Hitler era Hitler, representación viva del Mal; tampoco el fascismo o el nazismo eran otra cosa que ideologías legítimas, apoyadas por amplísimos sectores de la población, de cuyo peligro no se percataban ni siquiera -como denunció alarmada la filósofa Simone Weil- los liberales o los comunistas.
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